"He perdido a mi padre, mi perro, mi coche, mis ahorros. Lo he perdido todo. Pero todo el mundo está en la misma situación. Si lloro, todo el mundo lo hará, así que tengo que contenerme", relata Kenichi Endo, de 45 años, refugiado en un centro de acogida de Onagawa (noreste), cerrando los ojos y apretando los puños.
Una terrible tragedia azotó el 11 de marzo el noreste de Japón, sacudido por un sismo de magnitud 9 y de un enorme tsunami que provocaron la muerte y desaparición de unas 28.000 personas.
Puntos clave
Cinco semanas después de la catástrofe, decenas de miles de evacuados siguen viviendo en centros de acogida provisionales, como escuelas, compartiendo un espacio reducido con decenas, incluso centenares, de supervivientes.
En esta promiscuidad, la emoción se controla y sólo aparece en momentos inesperados: un refugiado deja escapar una lágrima comiendo, escuchando una canción o durmiendo.
"La única cosa que querría, es tener un espacio privado", dice Ken Hiraaki. "Por la noche, oigo personas gemir, pero a veces me despiertan porque soy yo quien gime".
Un país que rechaza la psiquiatría
La reticencia de muchos supervivientes a compartir su tristeza preocupa a los médicos, para quienes este bloqueo puede provocar depresiones.
"Si no reciben una ayuda psicológica apropiada, pueden sufrir estrés postraumático", advierte Ritsuko Nishimae, psicóloga de Médicos sin Fronteras en Minamisanriku, en el corazón de la zona devastada.
Ignorada durante mucho tiempo en Japón, la depresión empezó a ser tratada de forma sistemática a partir de los años 2000 en las ciudades grandes, donde 900.000 pacientes reciben terapia cada año por la denominada "enfermedad del corazón".
Pero en las provincias rurales devastadas, el tema sigue siendo tabú.
"Cuando se dice "psiquiatría", la gente se molesta", explica Naoki Hayashi, quien ofrece su ayuda a personas evacuadas de Rikuzentakata.
En el centro de Onagawa, pocos refugiados han osado acudir a profesionales, quienes, sin embargo, han instalado una sala para consultas parecida a una clásica cafetería para hacer sentir cómodos a los pacientes.
"A los japoneses no les gusta hablar de ellos ni de sus problemas a personas que no conocen. Prefiero confiarme con mis amigos o con mi familia", destaca Keiko Katsumata, de 57 años.
"Un médico no resolverá mis problemas. Yo he vivido la guerra, he pasado por otras", afirma, por su parte, Toshiko Sawamura, de 77 años, quien asegura que las jóvenes generaciones son "más débiles".