Para asegurar su supervivencia, el ser humano necesita comer. Pero según dice la Biblia, “no solo de pan vive el hombre”: hay hábitos como las relaciones con las personas cercanas, el sexo o el trabajo, que hacen de la vida una experiencia gratificante. Las actividades placenteras se perciben en el cerebro como una recompensa, y esto ocurre también cuando el cuerpo recibe alimentos. Es por eso que muchas veces podemos llegar a comer sin hambre, no para nutrirnos sino simplemente para sentir placer.
Hay varios trabajos que demuestran que los comportamientos placenteros se repiten una y otra vez, y lejos de cansarnos, hasta resulta difícil resistirse a ellos. El organismo identifica estas recompensas naturales y las neuronas se valen de la dopamina -un neurotransmisor- para enviar una señal al cerebro que indica que se está ante algo que nos agrada mucho.
El hombre está programado para amar las comidas dulces, comer con cautela las agrias y mirar con desconfianza las amargas. Esto tiene que ver con la supervivencia, ya que un alimento dulce es fuente de carbohidratos o en otras palabras, combustible para el cuerpo. Cuando nuestros ancestros juntaban frutos y estaban ácidos o agrios, era señal de que aun les faltaba madurar. Los alimentos amargos eran seguramente venenosos y había que dejarlos de lado; por eso lo que tiene este sabor ¡preferimos tenerlo lejos!
En la actualidad, el hombre ya no necesita salir en busca de su comida porque lo tiene al alcance de la mano en el supermercado. Pero muchos de los alimentos que se consiguen tienen grandes cantidades de azúcar agregada, Esto hace que el cerebro reciba frecuentes dosis de placer, que activa el centro de la recompensa y nos va haciendo cada vez más tolerantes al azúcar.
En un experimento realizado con roedores, se los privó de comida durante 12 horas diarias, y el resto del tiempo se les dio libre acceso a comida y a una solución azucarada. Al mes los animales desarrollaron un comportamiento similar a los que abusan del consumo de drogas y se llenaban de la solución azucarada, demostrando poco interés por el alimento regular.También mostraron signos de ansiedad y depresión durante el periodo de privación.
Al igual que las drogas, el azúcar produce la liberación de dopamina y en el largo plazo, el cerebro se vuelve tolerante a esta sustancia. Por eso requiere mayor cantidad de azúcar para lograr el mismo efecto de antes.
Un estudio de Victor Mangabeira y colegas, del Instituto de Psicología de la Universidad de San Pablo, Brasil, demostró que la abstinencia al azúcar se relaciona con la conducta compulsiva. Se entrenó a un grupo de roedores para recibir agua cuando empujaban una palanca. Cuando volvían a sus jaulas, tenían acceso a una solución de azúcar y agua, o sólo agua.
Después de 30 días, cuando a las ratas tenían que empujar la palanca para tomar agua, las "adictas" al azúcar empujaban la palanca muchas más veces que los animales de control. Esto sugiere que desarrollaron un comportamiento impulsivo.
De todos modos, estos son experimentos extremos y los humanos en general no pasamos 12 horas sin comer, y en general no nos llenamos de comida o bebida sin parar. Pero estos estudios en roedores dan una idea de la química del cerebro ante la dependencia del azúcar. También permite entender cómo funciona el síndrome de abstinencia y su impacto en la conducta.