No son muchos los que recuerdan haber pasado un período de su vida sin estar a dieta. Desde la adolescencia, ya sea por real necesidad o por cuestiones de autoestima, la consulta con el espejo de frente y de perfil disparan la decisión de bajar de peso… aun cuando a veces no haga falta.
Una periodista del Washington Post, Maggie Fazeli Fard, reconoce haber sido adicta a las dietas desde los 13 años. Cuenta que en su casa, la tradición familiar eran los platos iraníes, que dejaba de lado porque consideraba que estaban llenos de calorías y la harían engordar aún más. De a poco, fue convenciendo a su madre de que tenía que comer otro cosa. Y ante la insistencia clásica adolescente, se comenzaron a comprar las comidas congeladas de una empresa para bajar de peso.
Puntos clave
El freezer se llenó de alimentos embolsados, perfectamente etiquetados, que indicaban cantidad de grasas y calorías. Del sabor y la textura, no había información a la vista: por aquella época (1996) la tecnología en los alimentos congelados no estaba tan desarrollada como hoy, y lo que prometía ser un plato de langostinos con salsa, ni bien salía del microondas lucía como un puñado de elásticos nadando en una salsa poco tentadora. Dietética sí, lo de gustosa… quedaba para otras épocas.
Al tiempo, decidió cambiar de dieta, la heladera se pobló de hamburguesas vegetales y los estantes de la cocina de batidos para reemplazar las comidas, cereales y snacks de 100 calorías.
La solución le llegó cuando una amiga le dijo que lo mejor era “comer limpio”: nada de comidas procesadas o compradas. Comenzó a cocinar todos los días en su casa, omelettes con el desayuno, ensaladas para el almuerzo, carne asada con vegetales para la cena. Y también los platos típicos de la infancia, con su sabor y su textura.
Además de disfrutar de cocinar y luego de comer, consiguió bajar de peso, mejorar su salud y sus hábitos. Comidas reales, con porciones reales. Parece fácil.