Los hábitos alimentarios dependen en gran parte de los patrones culturales y de las tradiciones que la familia transmite a sus hijos.
Desde el nacimiento se da inicio a un proceso de enseñanza y aprendizaje, involuntario e inconsciente, centrado en la alimentación familiar.
Así, la mesa familiar y el acto de comer se convierten en el centro de una sucesión de ejemplos que los padres y otros adultos le dan a los niños, llevándolos a definir sus preferencias y rechazos, su favoritismo ante determinadas formas de preparar los alimentos y, muy especialmente, a conocer el tamaño adecuado de las raciones.
Muchas personas llegan a relacionar tanto el afecto con la comida que cuando sienten alguna emoción fuerte (rabia, miedo, tristeza) comen sin control, e incluso algunas llegan a hacer de esto un hábito y comen cuando se sienten solas, frustradas o están frente a alguna situación que les genera ansiedad, como el nacimiento de un nuevo hijo, un cambio de trabajo o la mudanza a otra ciudad.
Tan importante como los hábitos alimentarios, es el hábito que debemos formarnos desde la infancia de mantenernos activos o practicar algún tipo de deporte o ejercicio. Las personas que practican algún ejercicio de manera disciplinada a lo largo de toda su vida se mantienen más saludables y en mejor control de su peso y su figura corporal que aquellos que no lo hacen.